Soy un afortunado
Por Rafael Ayala
Creo que podría decir un bendecido más que un afortunado.
Esta opción denota la mano de Dios en el proceso de mi buena ventura. En
ocasiones me gusta pensar que soy un bendecido, pero al ver la vida de otras
personas respetuosas de Dios y del
prójimo, que no siempre son tan favorecidas, pienso que soy afortunado. Esto no
demerita el hecho de considerarme creyente; sin embargo, hay tantas cosas que
no entiendo, que no sé, que no me hacen sentido. A pesar de todo, creo e intento
vivir esa creencia.
Lo que he logrado comprender es que la justicia divina no
tiene nada que ver con la del planeta tierra y los complicados habitantes que
estamos en ella. Si Dios fuera justo yo no tendría la vida que tengo, la
familia con la que convivo y la mujer con la que comparto la mayoría de mis
días. La misericordia de Dios es un acto de injusticia a nuestro favor. Si Él
fuera justo no sé donde debería estar, qué debería poseer y como viviría. De lo
que estoy cierto es que nada de mi realidad actual sería mío, merecido o real.
Me encanta la injusta misericordia de Dios, soy uno más de los muchos
beneficiados de ella. Este día es un ejemplo. Quizás fugaz e intrascendente,
pero para mí, maravilloso.
Hoy empezó ayer. Anoche dormí en un cómodo hotel de
negocios junto al aeropuerto de la Cd. De México. Cené cómodamente en el
restaurante del lugar mientras charlaba por teléfono con mi esposa, la más
grande bendición que tengo después de la vida eterna. Charlábamos a pesar de la
distancia de ciento ochenta kilómetros de distancia.
El despertador de mi teléfono sonó a las cuatro cuarenta y
cinco de la mañana. Menos de cinco horas de sueño, pero en una cómoda y amplia
cama a una temperatura ideal. A las seis y veinticinco ya estaba dentro del
avión. Una vez más la aerolínea me otorgó un ascenso gratuito a primera clase.
Lo mejor es que me lo dio para los dos vuelos del día. El primero fue de poco
más de un par de horas, pero el segundo un poco menos de siete (viajo de México
a Buenos Aires). Pagué clase turista y comí, me senté, bebí, descansé, vi
televisión, una película, escuché música y escribí este blog en un asiento muy
cómodo con servicios y atenciones por las que no pagué, pues me correspondía ir
en clase turista.
El primer vuelo fue hacia Panamá. Dormí, desayuné, dormí y
leí. ¿Puedo pedir algo más? Pues el día se puso mejor. En mi corta escala de
cuarenta minutos en Panamá alcancé a ver los últimos dieciocho minutos del
partido de futbol (amigos estadounidenses entiéndanlo, para los latinos futbol
significa soccer, no necesitamos aclararlo. Aunque, ya lo hice, ¿o… no?) entre
Brasil y México. Competían por la medalla de oro en las olimpiadas. Minuto
treinta del segundo tiempo, México dos, Brasil cero. ¿Qué?, ¿estaba bien la
pantalla del café bar del aeropuerto de Tocumén?, ¿veían el mismo marcador los
otros veintitantos viajeros que también se detuvieron ante el televisor? ¡Dos a
cero!
Era tiempo de tomar mi segundo vuelo. Caminé hasta la sala
de abordar. ¡Dos a cero, qué maravilla!, ¡qué orgullo!, ¡qué bendición!,
¿bendición?, ¿suerte?, ¿trabajo?, ¿esfuerzo?, ¿negociación del Comité Olímpico
Mexicano? ¡A la goma!, ¡Dos cero a Brasil, es una maravilla!
Me aseguré que el avión partiera de la sala 27.
-
¿En cuánto tiempo abordamos?
-
¿En unos cinco minutos señor?
Me acerqué a un café que tenía el televisor en el partido.
Por supuesto que alrededor del mismo estaban unas treinta personas mirando la
pantalla como buenos fanáticos de la religión balonpienesca. Minuto noventa,
gol de Brasil. Ay Dios mío, no vaya a ser que regresemos a la cultura del “ya
merito”, el “casi, casi”, o del “se hizo un gran esfuerzo”. Nomás falta que los
cariocas metan otro en el tiempo de compensación y luego ganen en tiempo extra,
o peor aún, en penales. Lo terrible es que si empatan me subiré al avión sin
saber el resultado.
Se acabaron los minutos y al final los de verde brincaban,
gritaban, se abrazaron y se pusieron los gigantescos sombreros mexicanos que
los mexicanos nunca usamos, salvo en eventos internacionales como éste, para
que todo el mundo crea que sí los usamos y los compren a precios exorbitantes
en el aeropuerto de Ciudad de México.
Con el pitido del árbitro aplaudí. Junto a mí se
encontraban unos brasileños (o al menos unas personas que hablaban portugués y que
aplaudieron cuando Brasil metió el gol). Me dieron ganas de sacar mi pasaporte
y enseñarlo a todos para que leyeran: “MÉXICO”. Sé que no está bien, pero la
victoria de los nacionales me supo mejor junto a los brasileños (perdón Padre.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa… Por eso ruego a Corona,
Giovanni, Peralta y a todos los santos… ¡Ganamos la de oro en fut en Londres!
¡Yes!, ¡lero, lero!, ¡Olé, olé, olé…!)
Al llegar a la sala de abordaje con una “M” gigante en la
frente, me encontré con una fila igual de gigante esperando abordar. Mi ego, mi
comodidad y mi yo completo descansaron al recordar que había sido ascendido a
primera clase. Caminé hacia el espacio vacío con el letrero de “primera clase”
y me detuve enfrente. Pasé de inmediato. Vaya, ahora sí que mi ego estaba tan
inflado como que casi flotaba. Sentí gratitud y recorrí el pasillo al interior
del avión. Asiento 4B. ¡Pasillo!, lo que más me gusta. De comida una entrada de
salmón con jocoque, camarones, ensalada, yuca y un vasito de vino tinto. Al
final, un rico café. Todo esto mientras pude ver en la pantalla personal de mi
asiento a Juan Luis Guerra bailando en un pie mientras exponía al mundo su fe
en Cristo en su video “En el cielo no hay hospital”. Después Arjona, Pausini y
Blunt, Marisa Monte y un delicioso CD de Diana Krall. Por si fuera poco, una buena
película.
No puede ser tanta belleza. Y apenas voy hacia Buenos
Aires, donde compartiré con gente hermosa todo el lunes sobre ideas para
incrementar nuestras habilidades y capacidades para tener una mejor vida
personal y profesionalmente. Después, pasear por corrientes, Puerto Madero;
visitar la librería El Ateneo y comer un buen corte con chimichurri. ¡Dios mío
y además me pagan! ¿Qué hice para merecer esto? No puedo mas que aceptar que no
sé. ¿Sueño?, ¿bendición?, ¿suerte?, ¿misericordia divina?, ¿fruto de mi
esfuerzo de años? No sé. Prefiero adjudicárselo a Dios y su bondad, pues no
creo que sea sólo consecuencia de mi trabajo.
Perdón si al compartirlo sueno más pedante que Donald Trump
cuando dice: “estás despedido” en su programa de televisión. Sólo deseo dejar
por escrito que en ocasiones la vida y Dios mismo sonríen sobre nosotros. Por
supuesto que también he vivido tiempos en que pareciera que la vida nos da la
espalada y Dios está demasiado ocupado con Medio Oriente y África. No olvido
esos momentos. Sin embargo hoy no fue así. Tanto en tiempos de prosperidad como
de necesidad reconozco que sin Él soy nada, que lo que tenemos aquí es una
miseria comparado con la eternidad; pero hoy ha sido un gran día. Y como dice
Serrat: “y mañana también”.